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LOS MISTERIOSOS ORÍGENES DEL NECRONOMICÓN

“...Y vi cuando el Cordero abrió uno de los sellos,
y oí a uno de los cuatro seres vivientes decir como
con voz de trueno: Ven y Mira...”

( Apocalipsis VI, 1 )

Cuando queremos referirnos a la aparición del libro maldito llamado Necronomicon, escrito por un árabe loco en Damasco hacia el año 730, con el título original árabe de Al-Azif. Vemos que como detalle significativo que Lovecraft entronca esta obra en el saber oriental, como corresponde a todo libro sagrado que se precie: recordemos el Mahabharata, su capítulo Bhagavad Gita, el Corán, la Torá, la Biblia, etc.

“Al-Azif” son unos términos árabes que se refieren al ulular de ciertos insectos o demonios. Lovecraft dijo que los extrajo de una nota al pie del Vathek de William Bedford. Este término está muy bien elegido, y otra fuente probable es Richard Francis Burton. Leyendo uno de sus apéndices en las Supplemental Nights (1887) que forman parte de su traducción de las Mil y una noches, se pueden encontrar referencias muy probablemente usadas por Lovecraft.

Como ya hemos dicho, cuando Lovecraft nos va contando los devenires del libro, nos hace una mezcla de “verdades y fantasias” que nos llegan a confundir, pero las agradecemos ya que el esoterismo y el misterio perviven. Y asi podemos leer entre algunos de su biografos:

“Más tarde, en el 950, aparece la versión griega de Theodorus Philetas. Cien años después el libro es condenado por el patriarca Miguel. El texto árabe se pierde, pero finalmente el texto del Necronomicon llega a nosotros por medio de la traducción latina de Olaus Wormius realizada en 1228, como muchos otros libros orientales que fueron conocidos gracias a los traductores europeos.

En este sentido el texto sigue un destino similar a muchas obras de la época, en especial textos sobre matemáticas, física, química y alquimia, que fueron incorporados por la cultura árabe luego de conquistar Alejandría en el 642.

De esta asimilación arábiga del conocimiento griego y egipcio se pasó a la incorporación europea de estos saberes orientales, tanto científicos como religiosos, a través de la influencia árabe en la península ibérica. Para el título de la versión latina seguramente Lovecraft se inspiró en el Astronomicon de Marcus Manilius, tratado astrológico escrito entre los años 6 y 14, que solía citar en sus trabajos de juventud sobre astronomía.

Obviamente la traducción en latín del Necronomicon es excomulgada: el papa Gregorio IX la prohíbe en 1232... y un año después funda la Inquisición con la bula Inquisitio hereticae pravitatis (es decir, “Investigación de la depravación herética”). John Dee traduce el Necronomicon al inglés, pero se desconoce el paradero del manuscrito. “

Y asi continua, un estudioso de Lovecraft :

“Se editó finalmente en Toledo en 1647, siendo su subtítulo “El libro de los árabes.” Nótese que para esta época Toledo era el centro del saber mágico (a la magia se la llamaba “ciencia toledana”).

El aspecto físico del libro tiene también un toque macabro, ya que se habla de varios ejemplares encuadernados en piel humana. Estos detalles escabrosos contribuyen a la verosimilitud. Llegamos a lo más escabroso, que es el contenido del texto en sí, del que se nos advierte que su lectura completa puede producir la locura.

Casi todos los protagonistas de los relatos (e.g. La llamada de Cthulhu) relatan sus sufrimientos al momento de leer el libro, las horribles pesadillas y visiones que provoca. Luego de estos “abominables y deleznables” efectos nos transcriben un párrafo, para que lo comprobemos en carne propia.

En Arkham, localidad de Nueva Inglaterra creada por Lovecraft, se encuentra la Universidad de Miskatonic, cuya Biblioteca atesora un ejemplar del libro maldito. Este libro es consultado por el protagonista de El que acecha en el umbral gracias a un permiso especial del bibliotecario, el Dr. Harmitage, un experto en el tema. “Se sabe” que también existen copias en bibliotecas “de verdad”, como el British Museum, otra en los sotános del Vaticano, en la Universidad de Lima, y hasta hay una en la Biblioteca de la Universidad de Buenos Aires.

Lovecraft colocaba estos lugares por su exotismo. Sin embargo comenzó la peregrinación: Ricardo Gosseyn, en el prólogo a una antología de Lovecraft publicada en Buenos Aires en 1957, comenta que “aún hoy, de cuando en cuando, el Museo Británico recibe alguna carta en la que se le solicita permiso para leer el libro.” Por otro lado, A. van Hageland, un antólogo belga especializado en literatura fantástica, recibió en 1973 “una carta escrita en italiano donde el corresponsal le pedía, entre otras obras, el ‘Necronomicon di Abdul Alazred’, a ser posible ilustrado...” (!).

Muchos lectores siguieron buscando El Libro, o encargaron su compra a famosos libreros anticuarios. Derleth cita el caso de una ficha colocada en el catálogo de la biblioteca de la Universidad de California, que está reproducida en el prólogo de Llopis de los Mitos de Cthulhu. Por supuesto esa ficha está elaborada con las normas correspondientes y con lujo de detalles, hasta con la ironía de ubicar el libro, según su clasificación, en el sector de libros reservados sobre religiones.

En 1983 encontré una ficha igual en la Biblioteca Nacional, cuando todavía estaba en la calle México 564 y su catálogo era un anacrónico muestrario de estilos de escritura y fichas: desde manuscritas hasta tipeadas con máquina de escribir o mimeografiadas. Por supuesto pedí el libro y me entregaron la boleta de pedido con una lacónica nota manuscrita que decía “falta” (ni era otro libro ni tampoco estaba el que era; es la serpiente que se muerde la cola). Obviamente, toda esta serie de mitificaciones alrededor de un texto, como toda prohibición, alienta y despierta más curiosidad. Es justamente por toda esta riqueza de detalles y por su correcto delineamiento histórico que logra este efecto preciso y contundente.

El Necronomicon se engarza en toda una tradición occidental de libros importantes que fueron perdidos o son inhallables, entre los que podemos citar a Sófocles y Eurípides, de quienes conocemos el 10% de sus obras, desaparecidas todas junto con la biblioteca de Alejandría. De Aristóteles no quedó ninguna copia de sus textos esotéricos (para sus alumnos) ni tampoco del segundo capítulo de la Poética, dedicado a la comedia. Es el texto que el bibliotecario ciego y loco de El nombre de la rosa se come para que nadie lo lea, truco usado por Eco.

Del griego Teón faltan los capítulos dedicados a las refutaciones sofísticas de su manual de Retórica. De la Biblia, los evangelios apócrifos van aparte (incluyen el Libro de Enoch y otros textos), problema al que se suma el descubrimiento de los Rollos del Mar Muerto (textos manuscritos de los esenios), que -quizá por su origen gnóstico- son debidamente custodiados por los académicos y cuya traducción será de conocimiento público, con mucha suerte, en el 2033 o en el día del Juicio Final (que seguramente predicen). “

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